viernes, 6 de abril de 2012

Mohammed


Mohammed en el asiento de pasajero del Chevrolet Impala 1956 de su tío Martin. Sangre se derrama de su cabeza, abre ligeramente los ojos y observa el frente de aquel clásico y bello auto totalmente destruido y la bolsa de aire desinflada pegada a su torso. Poco a poco recuperaba la consciencia y se daba cuenta que este parecía ser el fin de su viaje al que había emprendido una semana atrás, el día de su cumpleaños numero veintidós.

Había decidido viajar a La Habana a visitar a su tío y a sus amigos de la infancia. Estuvo durante todas las vacaciones de invierno esperando este viaje, porque podría volver a ver a quien lo había criado tras la muerte de sus padres. Lo extrañaba mucho, al igual que ese ambiente de la bella Cuba. Ya habían pasado siete años desde su ultima visita a la bella isla caribeña.

Su tío Martin Casares, un hombre moreno con un ancho bigote negro y una sonrisa imborrable que le daba una apariencia simpática. Era un hombre alegre; amigo de todos. Y cuando su sobrino favorito, Mohammed anunció su visita, alertó a todos los amigos para que se preparan a recibirlo. Al llegar Mohammed todos sus amigos lo recibieron con alegría y lo llevaron a casa de su tío. Esa primera noche lo festejaron con una gran fiesta con música típica y bebidas para alegrar el ambiente.

Que buen día fue aquel primero del viaje, pensaba Mohammed. Mientras veía a los paramédicos tratando a su tío Martin en una camilla a la orilla del auto. Al ver el rostro de uno de los paramédicos, Mohammed lo reconoció rápidamente. Lo había visto en el tercer día del viaje cuando Yanela y Mohammed paseaban por la playa, y el joven paramédico jugaba con algunos niños cerca de ahí. Lo recordaba como un tipo amigable. Una buena persona, así son todos aquí, pensaba Mohammed.

Volteaba hacia todos lados buscando encontrar con la mirada a alguien que lo pudiera consolar. Veía como los paramédicos trataban rápidamente a su tío, eran muy buenos. Luego voltea la mirada a la derecha, ahí estaba ella, Yanela. Una joven de su edad de la cual Mohammed había estado enamorado desde hace muchos años. A pesar de los excelentes paramédicos cubanos, para poca fortuna de Mohammed, los rescatistas no eran muy buenos y cuando enterraron las pinzas en la puerta del auto para forzarla hasta que abriera, una parte de las pinzas se clavo en su pierna, y al momento de abrirse le desgarraba la pierna.

Mohammed no gritaba estaba tranquilo, con una ligera sonrisa dibujada en su rostro. Sabía que iba a morir, pero lo hacía feliz porque lo hacía contemplando la belleza de Yanela. Su pierna se partió en dos; se desangraba. Mientras el dolor estaba presente en su mente, Mohammed no lo expresaba. Solamente observaba a su alrededor. Veía a su tío ser atendido por los paramédicos, a Yanela llorando al ver a su amigo sufrir, al hombre de la camioneta con la cual había chocado lamentándose por lo sucedido y a los rescatistas tratando de salvarle la vida. Y hasta aquí llegaba su viaje de veintidós años de edad, a medio camino de la vida; de su regalo. Aquí acababa todo para Mohammed. Ahora ya no podría recibir su regalo, aquella casa en la playa que pertenecía a su tío. Donde planeaba proponerle matrimonio a la bella Yanela. Donde podría continuar su feliz vida. Ya nada de esto iba a poder suceder. Ahora todo quedaría abandonado; la casa en la playa, la habitación en casa del tío Martin, el asiento de pasajero del Impala y ese lugar en la cama junto a Yanela. La luz se transforma en oscuridad, la oscuridad en luz, la alegría en tristeza, la tristeza en alegría y la vida en muerte. 

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