Naces. Llegas al mundo sin nada. Solamente respiras, gritas, lloras. Respiras para adaptarte a la nueva atmosfera; para sobrevivir. Gritas por la desesperación, no quieres salir. Sales. Quieres volver. Lloras porque sabes que llegas a un mundo donde lo unico que te espera por asegurado es la muerte. No encuentras el sentido de venir a la vida, no te importa como vas a vivirla, porque al final del camino todos tenemos el mismo destino. La muerte.
Creces. Aprendes cosas nuevas. La vida te enseña que vale la pena conocer la experiencia. Comienzas a olvidarte de tu destino. Crees en cosas nuevas y falsas. Temporales y atemporales a tu ser. Ignoras a la muerte. Piensas en tener solucionado el camino. Crees en la falsedad de la herencia, y la predestinación. Te levantas cada mañana a leer el horóscopo. Todo perfecto. Positivo para otro buen día. Solamente te suceden cosas buenas o por lo menos eso te dicen, en aquella burda y falsa predicción.
Te das cuenta de que todo se torna en tu contra. Que te hace falta vivir. Comienzas a perder lo ganado. Ha llegado el tiempo. Recuerdas el día en que naciste. Sabías que había algo seguro al final del camino: la muerte. Pero no sabía de aquello que también iba a suceder a lo largo de la vida. Quisieras o no que sucediera. Llegan a ti los impuestos.
Ya no crees en nada. Te caes. Te derrumbas ante el primer golpe casi mortal de la vida. Sufres porque no habías previsto su llegada. Lo pierdes todo. Tu buena vida, supuestamente bien trabajada, se pierde en pocos instantes. Ya no puedes contigo. Con la vida. Te adelantas a todos. Apresuras el camino. Te llevas a ti mismo al final. A la muerte. Caes. Rendido porque sabes que no has podido vivir con la carga del destino. Las dos cosas que son seguras en el futuro, en la vida. Muerte e impuestos.
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